RESUMEN
En este artículo se analizan una serie de textos ensayísticos de la escritora argentina Victoria Ocampo (1890-1979), en los que ella aborda la relación que la ligó a Virginia Woolf, su principal referente en términos literarios y feministas. Desde perspectivas teóricas postcoloniales y feministas, se hace una interpretación de los textos de Ocampo, observando los límites que la cosmovisión colonialista impone no solo a sus diálogos con Woolf, sino al despliegue de su propia escritura.
PALABRAS CLAVE: Victoria Ocampo, Virginia Woolf, escritura de mujeres, feminismo, colonialismo.
"Es tan difícil escribir sobre un amigo muerto' ¡Tan difícil! ¡Siente uno tanto miedo de desagradarle, de traicionar sus deseos más íntimos! Por eso, yo hubiera querido ahora poder limitarme a escribir: A Virginia Woolf... Porque yo también, buscando una frase, no hallé ninguna que pudiera ponerse junto a su nombre" (Ocampo 1941: 251).
En un ensayo de 1936 titulado La mujer y su expresión, la escritora argentina Victoria Ocampo (1890-1979) reflexiona acerca de la marginación de las mujeres en el contexto patriarcal y sobre su dificultosa relación con la cultura moderna, aspectos que de algún modo sintetiza en el problema de la búsqueda de una expresión femenina autónoma. Ella define ese estilo de escritura al que aspira como un modo dialógico, que incorpora la palabra ajena en el discurso propio, diferenciándolo de la expresión monológica que sería propia de los varones en una cultura androcéntrica:
Creo que, desde hace siglos, toda conversación entre el hombre y la mujer [...] empieza por un "no me interrumpas" de parte del hombre. Hasta ahora el monólogo parece haber sido la manera predilecta de expresión adoptada por él. [...] Durante siglos, habiéndose dado cuenta cabal de que la razón del más fuerte es siempre la mejor (por más que no debiera serlo), la mujer se ha resignado a repetir, por lo común, migajas del monólogo masculino disimulando a veces entre ellas algo de su cosecha. Pero a pesar de sus cualidades de perro fiel que busca refugio a los pies del amo que la castiga, ha acabado por encontrar cansadora e inútil la faena. Luchando contra esas cualidades que el hombre ha interpretado a menudo como signos de una naturaleza inferior a la suya, o que ha respetado porque ayudaban a hacer de la mujer una estatua que se coloca en un nicho para que se quede ahí "sage comme une image"3; luchando, digo, contra esa inclinación que la lleva a ofrecerse en holocausto, se ha atrevido a decirse con firmeza desconocida hasta ahora: "El monólogo del hombre no me alivia ni de mis sufrimientos, ni de mis pensamientos. ¿Por qué he de resignarme a repetirlo? Tengo otra cosa que expresar. Otros sentimientos, otros dolores han destrozado mi vida, otras alegrías la han iluminado desde hace siglos" (Ocampo 1936, 12-14).
Las dificultades que supone configurar una expresión propia desde las mujeres no se le escapan a Ocampo y así menciona la falta de una educación formal, de libertades y de una tradición literaria femenina en la cual sustentar una escritura. En particular, le parece decisiva la carencia de referentes dentro de la literatura, y quizás por ello sus textos ponen en evidencia el deseo de establecer diálogos y alianzas con distintas sujetos que configura como sus autoras modélicas4. Virginia Woolf y Gabriela Mistral son, desde nuestro punto de vista, sus principales referentes, aunque también aparecen en sus textos varias escritoras inglesas del siglo XIX, como Jane Austen, Elizabeth Barrett Browning, George Eliot y las hermanas Brönte (en especial Emily), con las que se sentía hermanada por los conflictos sociales, culturales y discursivos que habían debido enfrentar para acceder a la escritura y a la publicación5.Ahora bien, en el marco de este trabajo queremos explorar, a través de una serie de ensayos-testimonios de Victoria Ocampo, el modo cómo se reconstruye en ellos la relación que la ligó con su primera figura referencial, Virginia Woolf, observando las posibilidades y limitaciones que generó en Victoria el vínculo de ambas. Desde nuestra perspectiva, esa relación se asienta en una clara afinidad feminista, que avala en Ocampo la instalación de una escritura sexo-genéricamente demarcada, que articulará siempre en el plano de las variaciones autobiográficas: desde el testimonio a la autobiografía6. Pero, por otra parte, el vínculo con Woolf también se establece desde un plano de desigualdad irreductible, derivada de las respectivas posiciones que el discurso colonialista asigna a launa (inglesa) y a la otra (sudamericana), y que termina por desautorizar, en términos de la relación cultural jerárquica entre colonizador/a y colonizado/a, la expresión propia que tanto deseaba Victoria7.
Ocampo nunca logra elaborar esa distancia imperial que la separaba de Woolf y, por lo tanto, tampoco resuelve las múltiples contradicciones que ello genera en su escritura. En nuestra opinión, este conflicto debe explicarse desde una dimensión política, pues el mismo discurso colonial que coloca a Victoria en un lugar subalterno frente a Virginia, le reserva, en su calidad de miembro de la élite (neo)colonizada argentina, un papel intermediario, de mediación entre la metrópoli occidental y la otredadlatinoamericana (la de la tierra y su gente: india, negra, mestiza, popular), a la que no puede o no quiere entregarse sin reservas, como le propone polémicamente Gabriela Mistral en varios textos.
El contacto de Ocampo con Woolf se inicia en 1929, cuando en París llega a sus manos Un cuarto propio, ensayo publicado ese mismo año, que sería clave en la redefinición de su proyecto literario en la década de 1930. El descubrimiento del ensayo fue revelador, pues allí encontró Victoria una explicación para los padecimientos experimentados por muchas mujeres con inquietudes intelectuales en el marco de una cultura moderna y patriarcal. A diferencia de la mayor parte de ellas, Ocampo poseía la autonomía económica que le brindaba su fortuna personal, disponía de un cuarto propio, y, luego de su separación matrimonial en 1922, gozaba de amplia libertad de movimiento. Sin embargo, lo que ella no tenía, y el ensayo de Woolf lo expresaba con elocuencia, era la autoconfianza que otorgaba a los escritores varones una tradición literaria contabilizada en siglos. Este libro, que decía tan bien lo que Victoria sentía y pensaba, según afirma su biógrafa Doris Meyer, se convirtió en un tesoro precioso y su autora, en una de sus heroínas (Meyer 1979, 169).
No es extraño, entonces, encontrar una "Carta a Virginia Woolf" abriendo la primera serie deTestimonios que Ocampo publica en 1935, poco tiempo después de su primer encuentro personal con la escritora inglesa8. El texto es literariamente significativo, pues allí Victoria enuncia su deseo de dar forma a una escritura propia y también se explaya sobre las dificultades de las mujeres frente a un lenguaje que por definición es masculinizante. Si, por un lado, entiende que la estructura misma de la lengua excluye a la voz femenina, por otro lado, se propone indagar en los modos que posibilitarían la visibilización de esa experiencia-mujer diferenciada. En este último sentido, es pertinente observar el armado discursivo que exhibe el texto, donde se traslucen las múltiples estrategias a que apela la hablante. Desde la traslación idiomática del castellano al inglés y al francés, hasta el juego de apropiaciones y desplazamientos entre su palabra y la de Virginia, se evidencian en su discurso una serie de movimientos, conscientes o inconscientes, que tienen por fin habilitar un locus enunciativo particular:
Usted da gran importancia a que las mujeres se expresen, y a que se expresen por escrito. Las anima a que escriban all kind of books, hesitating at no subject however trivial or however vast9. Según dice usted, les da este consejo por egoísmo: Like most uneducated english-women, I like reading _I like reading books in the bulk10. [...] Ante todo, por mi parte, desearía confesar públicamente, Virginia, que like most uneducated southamerican women, I like writing...11 Y, esta vez, el uneducated debe pronunciarse sin ironía. Mi única ambición es llegar a escribir un día, más o menos bien, más o menos mal, pero como una mujer. Si a imagen de Aladino poseyese una lámpara maravillosa, y por su mediación me fuera dado el escribir en el estilo de un Shakespeare, de un Dante, de un Goethe, de un Cervantes, de un Dostoiewsky, tiraría la lámpara, se me ocurre. Pues entiendo que una mujer no puede aliviarse de sus sentimientos y pensamientos en un estilo masculino, del mismo modo que no puede hablar con voz de hombre (Ocampo 1954, 103-104).
Entre 1934 y 1941, año de la muerte de Virginia, Ocampo busca de diverso modo acercarse y entablar con ella una relación personal e intelectual. Le envía cartas regularmente y la visita varias veces en su casa de Londres pese a las reticencias de Woolf12; una sujeto a quien atrae y a la vez disgusta esta sudamericana adinerada y seductora, que la abruma con regalos caros, visitas inoportunas y una actitud fascinada. Así, la describe en algunas de sus cartas13:
Ella es una mujer generosa que distribuye orquídeas tan fácilmente como ranúnculos (Carta al novelista Hugh Walpole)14.
He tenido que hacer que Victoria Okampo [sic] deje de enviarme orquídeas. Empecé la carta para decirle esto, con la idea de fastidiarte". Carta a Vita Sackville-West, 1934. (Cit. en King, 103)15.
Una mujer, Victoria Okampo [sic], que es la Sibila (Colefax) de Buenos Aires, escribe para decir que desea publicar algo tuyo en su revista trimestral Sur. Está en París... Es inmensamente rica y enamoradiza; ha sido amante de Cocteau, de Mussolini-Hitler, hasta donde yo sé: la conocí por Aldous Huxley; me regaló una caja de mariposas, y de cuando en cuando desciende sobre mí, con ojos como huevos de bacalao fosforescente: no sé lo que hay tras todo eso. Carta a Vita Sackville-West, 1939 (Cit. en King, 104).
Victoria Ocampo, por su parte, escribe todo un conjunto de textos donde el comentario de las novelas, ensayos y diarios de Woolf16 se va mezclando con la reconstrucción de experiencias autobiográficas de la propia Ocampo y con una analítica de la compleja relación que las unía. Así aparecen, luego de la carta pública de 1935 que comentamos más arriba, "Virginia Woolf, Orlando y compañía" en 1937, "Virginia Woolf en mi recuerdo" en 1941 y Virginia Woolf en su diario en 195417. La figura de Woolf, sin embargo, nunca abandona la escritura de Ocampo y vuelve recurrentemente a ella en años posteriores: "Self-interview Nº 3 (sobre Virginia Woolf)" en 1967, "Reencuentro con Virginia Woolf" en 1974, entre otros, dejando huellas textuales del peso de este referente y de los conflictos que suscitaba en la escritora argentina.
Como adelanté más arriba, la carta pública dirigida a Woolf coincide con la aparición del primer volumen de Testimonios de Ocampo, luego de sus fallidos intentos en el campo literario argentino de los años veinte. Su confrontación con este mundo se había originado en 1924 con la publicación de su ensayo De Francesca a Beatrice, una lectura de La Divina Comedia (Ocampo 1924). Este texto fue rechazado por la crítica local, que lo tildó de impúdico, debido a las huellas autobiográficas que aludían a un adulterio (Angel de Estrada), y de pedante, pues no se consideró apropiado que la autora recurriera a temas y géneros literarios inadecuados para las mujeres (Paul Groussac)18. Con el libro de 1935, Ocampo reingresa al mundo de las letras, respaldada ahora por su papel de directora y mecenas de la revista cultural que había fundado en 1931: Sur. Así, apelando a la validación de Woolf, como referente metropolitano pero también como referente femenino y feminista, y con el éxito logrado con la revista, Ocampo vuelve a buscar legitimidad para su escritura en ese espacio intelectual que hasta entonces le había sido esquivo19.Ahora bien, más allá de las implicancias que la carta pueda tener como estrategia dirigida a ciertos círculos literarios argentinos, lo que nos interesa en el texto es observar cómo se posiciona Victoria frente a su escritora-modelo, considerando la diferencia cultural que las atraviesa. Al inicio, Ocampo parece hablar desde el lugar de una sujeto entre dos mundos,capaz de percibir y decodificar los códigos del imperio y traducirlos para un auditorio latinoamericano que no puede acceder directamente a ellos. Un gesto que, en realidad, solo pone en evidencia la transcripción que hace Ocampo de ciertos estereotipos de consumo habitual en el/la colonizado/a: verdes muy ingleses, nieblas londinenses, living-rooms íntimos y tibios que contrastan con un exterior invernal. El relato, no obstante, cambia inmediatamente de tono y nos inserta en la interioridad de una conversación entre mujeres que parecen desarrollar un diálogo no solo personal incluso cómplice:
Tavistock Square, ese mes de noviembre. Una puertita verde oscuro, muy inglesa, con su número bien plantado en el centro. Afuera, toda la niebla de Londres. Adentro, allá arriba, en la luz y la tibieza de un living room de paneles pintados por una mujer, otras dos mujeres hablan de las mujeres (Ocampo 1954, 101).
Pero la perspectiva vuelve a modificarse una vez más, dejando en evidencia que no estamos ante dos sujetos que se sitúan en igualdad de condiciones, sino frente a dos mujeres que son significadas desde oposiciones radicales y jerárquicas: central/exótica, europea/americana, sajona/latina, culta/inculta, rica/pobre. El yo que enuncia percibe las distancias que se proyectan desde la mirada de la Otra y, en ese marco, solo le cabe instalarse en el lugar de una otra subalternizada que patéticamente hace una demanda de sentido, buscando en la imagen poderosa el modo de llenar un vacío, un hueco (unhambre, dice Ocampo) que se percibe como esencial:
Estas dos mujeres se miran (las dos miradas son diferentes). "He aquí un libro de imágenes exóticas que hojear", piensa una. La otra: "¿En qué página de esta mágica historia encontraré la descripción del lugar en que está oculta la llave del tesoro?" Pero de estas dos mujeres, nacidas en medios y climas distintos, anglosajona la una, la otra latina y de América, la una adosada a una formidable tradición y la otra adosada al vacío ("au risque de tomber pendant l'eternité"), es la más rica la que saldrá enriquecida por el encuentro. La más rica habrá inmediatamente recogido su cosecha de imágenes. La más pobre no habrá encontrado la llave del tesoro. Todo es pobreza en los pobres y riqueza en los ricos. [...] Cuando, sentada junto a su chimenea, me alejaba de la niebla y la soledad; cuando tendía mis manos hacia el calor y tendía entre nosotras un puente de palabras... ¡qué rica era yo, sin embargo! No de su riqueza, Virginia, pues esa llave que usted supo utilizar [...] de nada puede servirme si no la encuentro yo sola. Rica de mi pobreza: esto es, de mi hambre. Todos los artículos reunidos en este volumen (al igual que los de él excluidos) escalonados a lo largo de varios años, tienen en común [...] que fueron escritos bajo ese signo. Son una serie de testimonios de mi hambre. ¡De mi hambre tan auténticamente americana!" (Ocampo 1954, 101-102).
John King, (1989) uno de los pocos críticos que ha investigado la relación de Ocampo y Woolf, interpreta estos fragmentos como una declaración de amor más o menos velada de la primera hacia la segunda, hipótesis que acomoda complementariamente con su argumento de que Ocampo fue utilizada por Woolf para dar celos a su amante, Vita Sackville-West, la escritora a quien Virginia tomó como modelo para la creación del personaje protagónico de su novela Orlando20. Por nuestra parte, nos parece más productivo leer el discurso de Ocampo desde un enfoque que considere la dimensión de poder involucrada en esa relación atravesada por relaciones culturales de índole (post)colonial. Es decir, a la luz del conflicto que autores como Franz Fanon y Albert Memmi describieron, ya en los años cincuenta, al analizar las relaciones establecidas a partir de la diferencia racial en el marco de la expansión imperialista europea. Desde esta perspectiva, las palabras anhelantes de Ocampo hacia Woolf pueden ser interpretadas como la expresión de una ansiedad que con frecuencia exhibe el colonizado (o colonizada) frente a ese colonizador (o colonizadora) que se alza como un modelo de humanidad y de cultura. En ese escenario atravesado por relaciones de dominación/subordinación, dice Memmi, hasta el más pobre de los colonizadores se sabe superior al colonizado (Memmi 1972, 12). Fanon, por su parte, agrega que todo colonizado llega a sentir ante el colonizador que no sabe ni quién es ni qué quiere, que el paradigma de lo humano se ha formulado a partir de una imagen que lo excluye: el varón blanco de Occidente (Fanon 1974, 15-16). Una contradicción que es doblemente sentida en el caso de las mujeres, en la medida en que, a la común subordinación de etnia que padecen los habitantes de las regiones colonizadas y/o neocolonizadas, se suma también la dominación patriarcal que impera tanto en el espacio metropolitano como en el colonial y neocolonial (Marchand y Parpart 1995, 1-72; Holst P. 1999, 251-254).
Las marcas de esta relación colonial, unilateral como certeramente la define Ocampo en un texto de 1954, son explícitas en su escritura, en la que se trasluce la incapacidad de Woolf para percibir a esaotra a la que había exotizado y a quien, por ende, no podía considerar en un plano de igualdad consigo misma. En este sentido, es interesante observar cómo las propias cartas de Woolf construyen a Ocampo como un personaje ficticio y fantasmal (no nos parece casual que siempre equivocara la grafía de su apellido, nombrándola Okampo21); una figura a la que carga con atributos de gran ambivalencia (es bella, rica, sensual, pero también es ostentosa, inoportuna, molesta, etc.) y sitúa en un paisaje sudamericano irreal, semejante al que había creado para su novela The Voyage Out (El viaje final) en 191522. Así, echando mano de una serie de imágenes con que los escritores de la época de expansión imperialista solían describir esos territorios distantes, misteriosos y violentos del Oriente, la pampa argentina y la propia Ocampo emergen en las cartas de Woolf bajo una fisonomía claramente ideologizada23.
¡Qué remota y sumergida en el tiempo y el espacio me parece que está, en aquella vastedad y -¿cómo las llama?- en esas inmensas tierras azul grisáceas, con animales salvajes, el pasto de las pampas y las mariposas! Cada vez que traspongo mi puerta compongo un nuevo cuadro de América del Sur. Sin duda, se sorprendería usted de verse en su casa, tal como yo la arreglo. Siempre hace un calor insoportable y hay una mariposa nocturna posada en una flor de plata. Y eso sucede a pleno sol24.
Considerando estas diferencias entre una y otra, era difícil que Woolf accediera a entablar con Ocampo un diálogo paritario basado en las comunes solidaridades de género-sexual. Si Victoria no parece capaz de sustraerse a una relación desigual donde su identidad se ve constantemente distorsionada, como comenta Beatriz Sarlo (1998, 156), por otra parte, también queda en claro al leer los textos de Virginia que King recoge en archivos ingleses, en las pocas cartas que transcribe Doris Meyer o en los fragmentos que la escritora argentina incorpora o glosa dentro de sus propios textos, que esa posibilidad dialógica anhelada por Victoria nunca fue algo que interesara a Woolf. Para Sarlo, Ocampo, entre divertida y perpleja frente a las imágenes que Virginia proyecta sobre ella, no es capaz de sentir la herida que le provocan los sucesivos malentendidos con la escritora inglesa. En nuestra opinión, sin embargo, la frustración personal e intelectual que la imposibilidad del encuentro provoca en Ocampo va dejando huellas visibles en su escritura, si bien suelen estar alojadas en una aclaración entre paréntesis o en comentarios que parecen laterales o secundarios:
Y mi amistad con Virginia (tan unilateral, pues yo la conocía y ella no a mí; pues ella existía inmensamente para mí y yo para ella fui una sombra lejana en un país exótico creado por su fantasía)... (Ocampo 1954, 98).
En otros casos, Ocampo intenta reescribir esa experiencia de forma más distanciada, como si buscara despojarla de su carga dramática. Así recurre, por ejemplo, a la incorporación de elementos ficcionales y retóricos que estetizan el relato de sus encuentros con Woolf, convirtiéndolos en una escena literaria. Esto es lo que sucede, por ejemplo, en el texto donde incluye la figura de Flush, el perro de la escritora inglesa Elizabeth Browning, protagonista de la novela del mismo nombre, dentro de una escritura que se presenta como básicamente testimonial. Estas estrategias, sin embargo, no pueden impedir que vuelvan a filtrarse las disposiciones discursivas que ubican a la hablante en un lugar subordinado ante un referente que siempre aparece como un objeto idealizado, inaprensible, fuera de su alcance:
A menudo subí por la escalera empinada de la casa tan característicamente inglesa de Tavistock Square, y entré en el saloncito de paneles pintados por Vanessa Bell. A menudo, después del frío brumoso de la calle, entré en el 'confort' de ese cuarto y sobre todo de esa presencia. Pues en cuanto Virginia estaba allí, lo demás desaparecía. Virginia, alta y delgada, con una blusa de seda cuyos azules y grises (¿era seda escocesa?) armonizaban admirablemente con su cabello. [...] Virginia sentada en un sillón; y su perro dormido en el suelo. ¿Era el de ella o el de Elizabeth Browning? [...] Las horas que yo robaba a su trabajo, a su soñar, a no sé quién, a no sé qué, me llenaban de remordimientos. Pero seguía robando. Durante esas horas, el perro de Elizabeth Browning roncaba tan fuerte entre nosotras dos, que mentalmente yo se lo reprochaba [...] Virginia estaba a su anchas entre estos ronquidos y Flush debía de tener en su poder esa autorización para roncar, sabe Dios desde qué fecha. Acaso desde aquella en que Elizabeth Barret de Whimpol Street pasó a ser Elizabeth Browning... Pues en esta casa todo se me aparecía a la vez como irreal y como lleno de la más sustancial realidad (Ocampo 1941, 81- 83).
En otras versiones de este mismo relato, llama la atención cómo la hablante intenta clausurar las interpretaciones potencialmente descalificadoras que podrían desprenderse de su propio discurso. Así, en un texto donde transcribe un fragmento de una carta que le dirige Woolf, pone aclaraciones entre corchetes que procuran fijar el sentido preciso que el lector o lectora debería asignarle a las palabras de la escritora inglesa, buscando desmarcarse de los estereotipos con que Woolf encubre su figura (o la de sus semejantes).25 Dada la notoria tensión que esta operatoria produce entre significante y significado, esa torsión explícita del sentido no puede sino amplificar el efecto de palimpsesto que deja en su texto la huella del dolor que quiere se borrado o silenciado:
Hace veinte años que nos conocimos. ¿Qué representaba ella para mí en aquella época? La cosa más valiosa de Londres. Para ella, ¿Qué habré sido? Un fantasma sonriente, como lo era mi propio país. Su imaginación gustaba de esos juegos [...] La idea fantasmagórica que tenía de la Argentina me divertía muchísimo y nos hemos reído juntas de ella. A mi llegada a Buenos Aires, recorrí tiendas para buscar las más delirantes mariposas [...] Cuando Virginia recibió el paquete me lo agradeció con una carta a su imagen y semejanza: "Dos señoras misteriosas [mis mensajeras lo eran muy poco] llegaron al "hall" en momentos que me despedía de una amiga [...]: colocaron en mis manos un gran paquete, murmuraron una musical pero ininteligible advertencia acerca de que tenían que entregármelo en mano propia, y desaparecieron. Puse por lo menos diez minutos en darme cuenta que se trataba de su regalo: mariposas sudamericanas. Nada hubiese podido ser más fantásticamente inadecuado [se refiere al momento en que las recibió]. Era una tarde desapacible de octubre, y la calle estaba levantada. Una hilera de lucecitas rojas marcaba la zanja... ¡y esas mariposas! Y venía gente a comer"... (Ocampo 1954, 94- 96).
Estas imágenes fugaces, en las que podemos entrever a una Victoria frágil y confusa que contrasta con la fuerza que en su país irradia su imagen pública; una mujer que es incapaz de comprender con claridad la posición en la que se encuentra situada frente a quien considera su maestra en lo literario y en el feminismo, nos llevan a pensar en el retrato que hace de ella Gabriela Mistral en un recado en prosa que le dedica en 1942. En este texto, Mistral dibuja a Ocampo como una sujeto compleja y múltiple: "En Victoria ha de haber muchas Victorias, pues yo me conozco cuando menos cuatro..."(1978, 49), dice Gabriela. Una sujeto que oscila entre las dos Victorias de "mente prestada a la extranjería", que obedecen ciegamente los dictados de Francia e Inglaterra; la Victoria que lleva en el alma al Plata y al Martín Fierro; y finalmente, la Victoria que debería emerger del desgarro o "rasgón hecho a la hiedra o la buganvilia europea". No afirma Mistral, sin embargo, que esa "Victoria criolla", esa "mujeraza del Río de la Plata" que intuía tras la contención de su escritura, hubiera surgido todavía. En su opinión, esa posibilidad liberadora dependía de que Victoria pudiese echar por la borda los espejos deformantes ante los que contrastaba su experiencia; los mismos que le impedían soltar su potente voz femenina y latinoamericana ante el temor y la desautorización que generaban en ella los modelos culturales y literarios europeos.
Ocampo y Mistral debaten por años acerca de este punto, según puede seguirse en la lectura de las muchas cartas y publicaciones que se intercambian por más de tres décadas (Doll y Salomone 1998 y Salomone et ál. 2004). Así, le dice Gabriela a Victoria en una carta:
Estas culturas extrañas son unas de tus llaves, pero no son todo, yo lo sé. Sigo creyendo que Racine y Cía. tenían que alejarte fabulosamente de la expresión que te dictaba tu cuerpo y tu temperamento, que les entregaste los jugos más fuertes de tu ser, que les hiciste una especie de holocausto de sangre, parecido a los judíos, que les hiciste una especie de juramento de echar atrás al escribir tu lengua, la tuya personal, que es mejor que la mía en frescura y color, y en plasticidad y movimiento26.
Ocampo, por su parte, siempre reticente a las incitaciones de Mistral, suele afirmarse en su diferencia, sosteniendo un diseño identitario que parece no poder prescindir del contacto con las lenguas y culturas europeas, por entender que constituyen un elemento definitivo y esencial de su ethos cultural. Y así le responde a Gabriela en un ensayo que le dedica en 1946, cuando se otorga el Premio Nobel a la poeta chilena:
Gabriela se había propuesto firmemente regalarme América. Tiene fantasías como ésa. Pero exigía en cambio que yo regalase a América -flaca retribución- mi propia persona, sin reservas. Sospecho que ya existía un entendimiento entre América y yo y que nos habíamos adelantado un poco a sus deseos. De otro modo, ¿la hubiera yo comprendido tan pronto? Lo dudo. Gabriela no se descifra, no se explica sin la clave de este Continente: el suyo, el mío (Ocampo 1946, 174).
Una perspectiva semejante vuelve a aparecer en un texto muy posterior, donde Victoria aborda la tensión entre lo europeo y lo autóctono en el marco de una definición sobre la identidad cultural americana, insistiendo en afirmar que la empresa de toda su vida había sido la de ensamblar esos dos mundos culturales en los que se había formado. Empeño en el cual, sostiene Ocampo, siempre habría contado con la comprensión de Mistral:
La búsqueda de lo americano, preocupación de Gabriela, había hallado en mí un campo de experimentación. Creo que nunca cesó de mirarme como miraba las piedras, los pastos, los animalitos de nuestro Continente, con infinita curiosidad e incansable ternura. […] Y me halaga que después de tanta acerba crítica de mis compatriotas por mi extranjerismo, una mestiza, mitad india chilena mitad vasca, y de la categoría de Gabriela, me definiera como la planta de estilo americano más de intemperie que pueda darse. Mis lecturas y mi educación me inclinaron decididamente hacia Francia e Inglaterra. Pero la tierra americana nos ancla de manera tenaz. Ése fue el descubrimiento que hizo Gabriela al conocerme. Admitió que había otra forma de ser americana y lo proclamó: ser americana siendo universal y teniendo, como le llamaba Claudel, la passion de l'Univers (Ocampo 2000, 197-198)27.
Así como Virginia Woolf retorna obsesivamente a la escritura de Victoria, dando cuenta de un conflicto no resuelto, lo mismo podría decirse de la figura de Gabriela Mistral y de las problemáticas que ella introduce en la relación que las vinculó por tantos años. Quizás por eso sean estas dos escritoras las convocadas por Victoria a la hora de tomar la palabra para aceptar una silla que la acreditaba como miembro de número de la Academia Argentina de Letras en 1977: la primer miembro mujer en cuarenta y seis años de historia de esa institución28. Una vez más Virginia y Gabriela entran a su discurso en el agradecimiento, a la primera, por haberla animado a escribir y, a la segunda, por su insistencia en que asumiera la diferencia cultural latinoamericana como algo propio.
Lo que hace diferente esta ocasión, sin embargo, es que Ocampo agrega, con la inclusión de Águeda, una india guaraní de quien ahora dice descender, un nuevo término en el diálogo polémico que la unió con sus maestras. Esa referencia genealógica, que se había insinuado pero no explicitado en un texto anterior, "Las noches de Ítaca" de 197329, incorpora un suplemento significativo que permite apreciar cómo el conflicto cultural que atravesaba a Victoria aún podía ser reconfigurado. Si alguna vez ella se había autoasignado el rol de mediadora entre el mundo metropolitano y una otredad latinoamericana con la que no quería ser confundida, a través de la figura de Águeda, Victoria pone de manifiesto una veta identitaria nunca antes mencionada. Una filiación que, por vía matrilineal, la ligaba no solo discursivamente sino en los cuerpos con lo indígena americano, incorporando esta vez en sí misma esaotredad de raza que en otro tiempo le hubiera resultado inadmisible, menos aún bajo la mirada dominante de Virginia. Es entonces la figura de Mistral quien acude a apoyar este nuevo posicionamiento de la hablante, mediando en la configuración de esa imagen otrora inimaginable: la de una mujer que se descubre –y que nos permite así redescubrirla– con un rostro en el que emergen huellas de otro color.
Este pliegue autorreflexivo, en cierto modo autocrítico, que una Victoria ya muy anciana nos brinda en uno de sus últimos textos, no es solo un reconocimiento sorprendente a la luz de una trayectoria intelectual como la que acabamos de bosquejar. Desde nuestra lectura, es un gesto político cuyo rescate consideramos hoy tan valioso como necesario: por un lado, para recuperar la apertura humanizante que ese gesto conlleva; por otro, para redescubrir esa complejidad (tan lúcidamente advertida por Mistral) que habita en la palabra de Victoria Ocampo, muchas veces opacada por la sombra que proyectaba su figura monumentalizada. Así, dice Ocampo:
Después de muerta Gabriela, descubrí algo que hubiese aumentado su descomunal sorpresa. Yo solía acusarla medio en broma, medio en serio, de ser racista. Tenía pasión por los inditos (así los llamaba) y se sentía parte de ellos. Descubrí, pues, que por vía materna desciendo de Irala, compañero de Mendoza, y de una india guaraní, Águeda. Este español y esta americana tuvieron una hija, que su padre reconoció. Dados mis 'prejuicios' feministas simpatizo más con Águeda que con quien podía tratar de igual a igual al primer fundador de Buenos Aires. Este no es un desplante demagógico. [...] Pero en mi calidad de mujer, es para mí un desquite y un lujo poder invitar a esta recepción de la Academia a mi antepasada guaraní y sentarla entre la inglesa y la chilena. No porque mereciera como las otras entrar en cualquier Academia de Letras, sino porque a mi vez yo reconozco a Águeda.
Esto no tiene que ver con la literatura, me dirán. No. Tiene que ver quizás con la justicia inmanente y quizás con la poesía. Así lo hubiese imaginado la fantasía de Virginia. Así lo hubiese entendido la
pasión de Gabriela que escribió en sus "Saudades"
En la tierra seremos reinas
y de verídico reinar…
[…] Ahora me he confesado ante ustedes. Es lo único que me parece adecuado en la circunstancia. Traigo conmigo a este lugar a tres mujeres porque les debo algo que ha contado en mi vida. A una, parte de mi existir; a las otras, en parte, el no haberme contentado con existir (Ocampo 1977, 59-60)30
* * *
A lo largo de estas páginas hemos seguido las evoluciones que la figura de Virginia Woolf despliega en la ensayística de Victoria Ocampo y, en vínculo intertextual con las inserciones de Gabriela Mistral, tomadas de cartas privadas y de ciertos textos críticos, buscamos explorar las posibilidades y límites que experimenta Ocampo en sus intentos dialógicos con Woolf: una sujeto con quien Victoria buscaba establecer puentes de encuentro y reconocimiento desde sus comunes afinidades feministas. Este recorrido vital/textual, que abarca más de cincuenta años, entre el primer encuentro de Ocampo con un libro de Woolf (1929) y las palabras que le dedica en su última aparición pública (1977), revela cómo la diferencia colonial instala entre estas intelectuales una brecha que termina por hacer imposible un encuentro paritario entre ellas, lo que a su vez inhabilita cualquier posibilidad de alianzas a partir de sus mutuas inquietudes feministas. Gabriela Mistral, sin duda, fue más consciente que Ocampo en la percepción de esos límites y nunca cesó de hacérselos presente a Victoria. Así, le insistió una y otra vez en que desarrollara una política escritural que, sin descartar la dimensión feminista, entendiera que esta no podía estar disociada de otras dimensiones relevantes, como la etnia, la clase o la cultura; las que también son centrales en las configuraciones identitarias personales y colectivas, particularmente en nuestro espacio latinoamericano. Durante décadas, Ocampo, siempre feminista, pareció inclinarse más hacia el modelo cultural europeísta que Woolf le ofrecía, que hacia el latinoamericanista que para ella representaba Mistral. Su última intervención nos insta, sin embargo, a imaginar a una Ocampo otra, que quizás, como le había sugerido Mistral tantas veces, comienza a entrever que ciertos reflejos de los espejos culturales europeos resultaban deformantes.
Por: Alicia Salomone
Universidad de Chile
Salomone, Alicia. (2006). VIRGINIA WOOLF EN LOS TESTIMONIOS DE VICTORIA OCAMPO: TENSIONES ENTRE FEMINISMO Y COLONIALISMO. Revista chilena de literatura, (69), 69-87. Recuperado en 05 de enero de 2016, de http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-22952006000200004&lng=es&tlng=es. 10.4067/S0718-22952006000200004.
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